The Beatiful Occupation
Cuando termina un set tan perfecto como el de Travis, uno trata de mirarse a sí mismo e imaginarse de qué tamaño es mi sonrisa y cuán liviano siento mi cuerpo, liberado de tensiones y demonios, al menos por un rato. Parece tan idílico que uno se visualiza empuñando una guitarra, viajando de pueblo en pueblo traspasando historias y sensaciones en forma de canción.
Pero ayer domingo no sólo hubo buenas noticias arriba del escenario. El Fénix Festival fue un nuevo eslabón de excelente organización y un público a la altura de la ocasión, en el mismo año de hitos como la Cumbre del Rock Chileno y el Vive Latino. Por fin a la audiencia le quedó claro qué implica ir a un festival: no es sólo agolparse en la cancha para estar en primera fila; es ir a un lugar donde puedes mirar los stands de ropa y revistas, comer algo cómodamente sentado, echarte en el pasto para huir del sol o hacer la previa con los créditos nacionales en el segundo escenario. La atención se puede poner en diferentes focos.
La cosa partió a las 13 horas, pero yo llegué como a las 16:30, justo para chequear a Saiko con nueva vocalista, aunque me pareció mucho más relevante el sónico aporte en guitarra de Cristian Lopez, el gran talento detrás de Javiera y los Imposibles. Antes habían pasado Raudales (¿?), Gonzalo Yáñez (y dale…), Primavera de Praga y Sergio Lagos (no, no lo pifiaron).
18 horas: por fin algo de brisa aparece pero ya estoy dentro de la cúpula para chequear a Starsailor. No sé si es la resaca o las pálidas melodías de James Walsh, pero al cabo de 3 temas, me parece mejor idea ir a vitrinear al exterior del Arena Santiago. Afuera está Pelolais City, y desde ya el Fénix se calza el galardón de “el evento con más minas ricas por metro cuadrado del año”.
Tras el fin del show de los autores de ‘Alcoholic’, la Cancha Vip por fin toma algo de cuerpo. La expectación crece a la espera de Fran Healy y el resto de los escoceses. A la señal de luces apagadas, emerge la fanfarria de la MGM, seguida de la música incidental de “Rocky”, que da paso a la entrada de los retadores: el cuarteto de Glasgow ingresa al cuadrilátero con batas de combate y actitud desafiante.
‘Selfish Jean’, la canción de las poleras, abre los fuegos, evidenciando la dinámica sobre el stage: Neil Primrose agita las baquetas con delicadeza, Dougie Payne sonríe sin parar con exquisito cinismo british, Andy Dunlop parece un tío ‘buena onda’ jugando al rockero (pero pronto develará su verdadera identidad). ¿Y Fran Healy? El hombre del jopo se esfuerza sin éxito por restarse protagonismo y resaltar a la banda como un todo. Pero cuesta: Healy es molestosamente simpatico.
Tras tres tracks de su flamante ‘The Boy with no Name’, llega ‘Writing to Reach You’ para iniciar el karaoke, el cual se prolonga con ‘As you Are’ y Healy relatando la eufórica recepción que tuvo en nuestro aeropuerto. El público lo sorprende al corear la bella ‘My Eyes’, presentada por el cantante como ‘una canción que hice cuando supe que iba a ser papá’.
En ‘The Beatiful Occupation’ comienza a quedar claro que este es un lobo con piel de oveja. Los de Glasgow poseen madera pop y entornos de ensoñación melancólica, pero entre Dunlop y Healy los guitarrazos, solos y distorsiones se convertirán en la tónica del recital.
La secuencia venidera fue tan coreada que pone los pelos de punta: ‘Side’, ‘Driftwood’ (enorme!!), ‘Good Feeling’, la reciente ‘Closer’, y una gloriosa ‘Sing’, apoyada por ese ya clásico banjo. Healy se veía genuinamente emocionado con el coro de la audiencia y confesó sentirse “como en casa”.
Una cumbre del show llega con ‘All I Wanna Do is Rock’, en la que Andy Dunlop aprovecha la llegada de su solo para nadar entre las manos del público. Momento Kodak.Y cuando creías que ya escuchaste lo mejor, llega ‘Turn’ a dar cátedra de cómo se hace un himno de estadios.
Parecía que la banda saldría de escena, pero se quedaron para otra postal: todos juntos abrazados a Healy y su guitarra, entonando una emotiva ‘Flowers in the Window’. Para el final, nada mejor que ‘Why Does it Always Rain on me’, con algunas personas sacando paraguas alusivos. Travis habían logrado lo impensado: con la picardía que carece Keane y sin tomarse tan en serio como Coldplay, construyen su audiencia a punta de instantes pop. La vara había quedado altísima.
The Killlers estaban llamados a ser protagonistas. El escenario apareció vestido con cortinas rojas a lo ‘Moulin Rouge’, enormes letreros luminosos que daban la bienvenida a ‘Sam’s Town’, además de luces navideñas y flores por doquier adornando los instrumentos. Puro artificio.
La intro llegó con un video en blanco y negro, con la estética que Anton Corbijn les dio a los Killers. Al ingreso, Brandon Flowers aparece vestido de etiqueta con mirada fija y pulso nervioso, para abrir los fuegos con ‘Sam’s Town’. Tras el interludio de Flowers al piano, viene una tripleta sobresaliente: ‘When you Were Young’, ‘Bones’, y la agresiva ‘Somebody Told Me’.
Flowers saluda al público llamándoles ‘brothers and sisters’, evocando su pasado mormón. En tanto, Dave Keuning parece pasar mucho tiempo mirándose al espejo. De pelo ruliento y chaqueta elegante, el guitarrista parece haber aprendido con eficacia todos los trucos de The Edge.
El problema emerge cuando queda claro que la banda agotó sus cartuchos demasiado rápido. Tras ‘Smile Like You Mean it’, los sonidos se reiteran una y otra vez, el teclado distorsionado ya no es novedad y la conexión con la audiencia es escasa. De ese naufragio sólo se salvan ‘Read my Mind’ y ‘Mr. Brightside’, la canción más coreada del show.
Para el bis, los Killers homenajean a Joy Division con una correcta ‘Shadowplay’, pero la única postal relevante que queda es ‘All These Things that I’ve Done’, una muestra de feeling épico y dominio escénico que acaba con Flowers de pie sobre su piano, cediéndole al público su ‘I’ve got soul.. but I’m not a Soldier’ repetido hasta el infinito. Bienvenidos al templo.
¿Raya para la suma? Mujeres lindas, sol radiante, buena música. Mi idea de un domingo por la tarde.
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