David Foster Wallace (1962-2008)
No puede ser coincidencia. Hay un lazo entre el tenis y la depresión. Primero que todo está Bjorn Borg, con su retiro intempestivo e inexplicable, y su tapado intento de borrarse del mapa en el ’89; tenemos el homenaje explícito al sueco en Richie (Luke Wilson), el afectado tenista de ‘Los Excéntricos Tenenbaum’, e incluso están las impredecibles variaciones de ánimo de nuestro ‘Chino’ Ríos. Por eso, cuando supe que el brillante escritor David Foster Wallace se ahorcó en su casa el viernes pasado, el asunto parece encontrar una retorcida lógica.
Es cierto: luego de estos hechos, todos corremos a buscar evidencias o anuncios en su obra. Y de hecho, las habían (y hartas). Pero me detengo por varios segundos en un dato puntual de su biografía: el escritor fue un promisorio tenista en su adolescencia; hace dos años escribió un soberbio ensayo sobre Roger Federer. Alguna vez fue al Abierto de Tenis de Canadá, y en vez de hablar del deporte, se concentró en uno de esos tenistas que nunca superan el Top 50 para explicar su frustrante forma de vida; fue capaz de vincular al tenis y la trigonometría en un mismo relato para Harper’s Bazaar. Y por sobre todas las cosas, su obra cumbre, ‘La Broma Infinita’, (1996, 1.079 paginas) está ambientada en un centro de rehabilitación y claro, en una exclusiva academia de tenis.
Conocí de la obra de DFW por la Zona de Contacto. Me parece que alguna vez publicaron alguno de sus relatos cortos y más que prendarme de su prosa, me quedó esa sensación magnética de lo que no se acaba de comprender del todo. Cada vez que he releído algún libro suyo, me encuentro con una imagen distinta, con un enfoque diferente, con algo que no acaba de cerrar, aunque eso no es culpa de él sino mía. Eso sí, la sensación final siempre terminaba siendo más bien amarga. Pero al menos dos amargos podían empatizar, y eso me hacía volver a él.
Ya son muchos los que han reseñado su capacidad única para relatar, su uso hiperriguroso del lenguaje o su exótica predilección por las notas a pie de página (1). Al volver sobre un libro como ‘Entrevistas Breves con Hombres Repulsivos’, su concisión me apabulla. En los textos breves es un animal. Por ejemplo:
Una Historia Radicalmente condensada de la Vida Postindustrial
"Cuando fueron presentados, él la miró con agudeza, esperando haberle gustado. Ella rió extremadamente fuerte esperando haberle gustado. Luego, ambos se fueron a casa solos mirando fijamente, con el mismo gesto en sus caras.
Al hombre que los presentó no le gustaba ninguno de los dos, pero actuó como si así fuera, ansioso por mantener buenas relaciones con ambos. Después de todo, uno nunca sabe, ¿Cierto? ¿Cierto que sí?"
Muchos destacan el talento de DFW para innovar y construir nuevas formas en literatura, influído del todo por una sociedad postmoderna controlada por el zapping, la cultura pop y claro, la paranoia. Hay una frase muy buena del New York Times que sintetiza el trabajo de DFW: “su obra es sobre formas de adicción y de cómo la necesidad de placer y entretención interfieren con la conexión humana”. A pesar de eso, en la añoranza dolida que cruza sus textos, yo leo cierta búsqueda moral, un deseo de volver a un estado anterior de las cosas, fruto de la ‘tristeza en el estómago’ que le daba la vida en los EEUU del siglo XXI. Incluso, hay declaraciones suyas cuestionando el rol de Internet en la vida moderna; si lo pensamos, viniendo de un tipo tan lúcido, es interesante esa posición a estas alturas en que es impensable vivir sin la red.
Como en el tenis, se gana o se pierde. Pero todo depende de ti. Estás solo. Es la única y más incuestionable verdad. Y David Foster Wallace lo sabía hace mucho más tiempo que nosotros. Sólo estaba resistiendo.
(1): Perdón, tenía que hacerlo. Adios, DFW. Seguimos aprendiendo.
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